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Blog de horaciomedrano
08 de Mayo, 2014 · ARTICULOS

BERTOLT BRECHT - Una dramática no aristotélica

ACTUACION I-II – DPTO. ARTES DRAMATICAS - IUNA – CATEDRA MEDRANO - (circulación interna)

 

BERTOLT BRECHT – “ESCRITOS SOBRE TEATRO” – Tomo 1 – Selección  Jorge Hacker – Traducción:   Nélida  Mendilaharzu de Machain – (pág. 121/135) - Ed. Nueva Visión – Bs. As. Argentina - 1970

 

UNA DRAMÁTICA NO ARISTOTÉLICA

 

CRÍTICA DE LA "POÉTICA" DE ARISTÓTELES

La expresión "dramática no aristotélica" requiere una aclara­ción. Puede definirse como dramática aristotélica —definición de la cual se deriva la de dramática no aristotélica— toda dramática que encuadre en la definición de tragedia conte­nida en la Poética de Aristóteles. No consideramos como punto principal de la definición la célebre regla de las tres unidades; Aristóteles tampoco le concedió especial impor­tancia, como lo han demostrado las investigaciones más re­cientes. A nuestro parecer lo más interesante desde el punto de vista social es el fin que Aristóteles atribuye a la tragedia: la catarsis, la depuración del espectador de todo miedo y com­pasión, por medio de la representación de actos que provo­can miedo y compasión. Esta depuración se cumple por obra de un acto psíquico muy particular: la identificación emotiva del espectador con los personajes del drama, recrea­dos por los actores. Decimos que una dramática es aristotélica cuando produce esta identificación, utilice o no las reglas su­ministradas por Aristóteles para lograr 'dicho efecto. Ese acto psíquico tan particular de la identificación se cumple de manera muy diversa en el transcurso de los siglos.

Crítica de la Poética

Coincidimos  con Aristóteles mientras habla   (en  el  capítulo cuarto) en términos generales sobre el placer de la representación imitativa y le atribuye motivos didácticos. Pero ya en el capítulo sexto se hace más preciso y limita el campo de las imitaciones a la tragedia. A su juicio sólo deben recrearse las acciones que provocan temor o compasión, y agrega otra limitación: se las debe recrear con el objeto de liberar del te­mor y de la compasión.

De ello se desprende que la imitación de actitudes humanas a cargo de los actores debe inducir al espectador a imitar al actor; de modo que la forma de captación de la obra de arte sería la identificación con el actor y, a través de él, con el per­sonaje de la obra.

La identificación en Aristóteles

Por supuesto, la identificación que se da en Aristóteles como forma de captación de la obra de arte no es la identificación que se da en el individuo de la sociedad capitalista. Sin em­bargo, cualquiera sea la idea que nos hayamos forjado acerca de esa catarsis de los griegos que se cumplía en circunstan­cias tan ajenas a las nuestras, es forzoso suponer que se basa­ba en alguna forma de identificación. Porque una posición libre, crítica, del espectador, orientada hacia soluciones pura­mente terrenales de los problemas, no puede constituir la ba­se de una catarsis.

¿Es transitoria la renuncia a la identificación?

Es fácil suponer que la renuncia a la identificación, a la que se ve obligada la dramática de nuestro tiempo, no es más que una actitud transitoria, un resultado de la difícil situación en que se encuentra la dramática dentro de la sociedad capitalis­ta, puesto que debe representar la convivencia humana ante un público empeñado en una implacable lucha de clases, pero cuidándose de no apaciguar esa pugna. El hecho de ser tran­sitoria no restaría méritos a esta renuncia, por lo menos a nuestros ojos. Sin embargo, nada aboga en favor del retorno de la identificación a su antiguo sitial, así como nada habla en favor del retorno de la religiosidad, de la cual esa identifi­cación no es sino una forma. Sin duda, su descomposición se debe a la podredumbre general de toda nuestra estructura so­cial, pero no hay motivo alguno para que la identificación sobreviva a esa estructura.

 

 

ACTUACION I-II – DPTO. ARTES DRAMATICAS - IUNA – CATEDRA MEDRANO

EL PUNTO DE VISTA RACIONAL Y EL PUNTO DE VISTA EMOCIONAL

El rechazo de la identificación no surge de un rechazo de las emociones, ni conduce a ese rechazo. Precisamente el deber de la dramática no aristotélica consiste en demostrar la falsedad de la tesis de la estética vulgar según la cual las emociones sólo pueden ser producidas por la vía de la identificación. Sin embargo, una dramática no aristotélica debe someter a una cuidadosa crítica a toda emoción condicionada por ella y por ella materializada.

Ciertas tendencias en las artes, como las provocaciones de los futuristas y dadaístas y el congelamiento de la música, se­ñalan una crisis de las emociones. La dramática alemana de posguerra tomó un giro decididamente racionalista ya en los últimos años de la República de Weimar. El fascismo, con su grotesco énfasis sobre lo emocional, y quizá una cierta declina­ción del momento racional en la doctrina marxista, me indu­jeron a mí mismo a enfatizar lo racional. Sin embargo, preci­samente la forma más racional, la pieza didáctica, fue la que mayor efecto emocional provocó. Me atrevo a afirmar que en gran parte de la producción artística actual hay una decaden­cia del efecto emocional como consecuencia de su divorcio de la razón, y que, por otro lado, se ha producido un renacimiento del efecto emocional al afirmarse la tendencia raciona­lista. Esto sólo puede sorprender a aquellos que tienen una imagen muy convencional de las emociones.

Las emociones tienen siempre como elemento básico muy preciso la jerarquía sociaL. La forma en que se presentan está siempre delimitada y condicionada por factores históricos y específicos. Las emociones nunca son comunes a todo el gé­nero humano ni permanecen invariables a través del tiempo.

No es demasiado difícil establecer un nexo entre ciertas emociones y determinados intereses, si se buscan los intereses que corresponden a los efectos emocionales producidos por las obras de arte. Cualquiera puede ver reflejados los intereses colonialistas del Segundo Imperio en los cuadros de Dela-croix y en el Batean Ivre de Rimbaud. Y en tren de aportar pruebas aún más contundentes puede establecerse un parale­lo entre el imperialismo francés de mediados del siglo xtx y el inglés de comienzos del siglo xx a través de una compara­ción entre el Batean Ivre y la balada Oriente y Occidente de Kipling. Tarea mucho más complicada sería, como ya lo se­ñaló Marx, explicar el efecto ejercido sobre nosotros por esos poemas.

Parece ser que aquellas emociones que acompañan a los progresos sociales subsisten largo tiempo en el hombre por ser emociones que en su momento estuvieron vinculadas a sus intereses, y en las obras de arte conservan más intensidad de lo que podría suponerse si se tiene en cuenta que en el ínterin han chocado con intereses contrarios. Todo progreso liquida a otro progreso, ya que su progreso se registra a partir del anterior. Un progreso pasa por encima del anterior, pero también lo utiliza y permite que, en cierta forma, subsista en la conciencia del hombre como progreso, así como en la vida real se mantiene vivo en sus resultados. Se produce así una generalización muy interesante, un acto de abstracción.

Cuando compartimos las emociones de otros hombres, de hombres de otras épocas y de otras clases, por medio de las obras de arte que han llegado hasta nosotros, debemos suponer que estamos participando de intereses que, efectivamente, han sido de validez humana general. Esos hombres muertos representan los intereses de clases que llevaron al progreso. Muy distinta es la situación actual, en la que el fascismo produce en gran escala emociones que no están condicionadas por los intereses de la mayoría de quienes sucumben a ellas.

EL TEATRO ÉPICO

¿TEATRO DE ESPARCIMIENTO O TEATRO DIDÁCTICO?

Cuando algunos años atrás se hablaba de teatro moderno, se mencionaba el teatro de Moscú, el de Nueva York y el de Berlín. Quizás se hablara también de una que otra represen­tación de Jouvet en París o de Cochran en Londres, o de la representación del  Dibuk por el teatro Habima —que en reali­dad pertenece al teatro ruso, ya que su director era Vajtangov—; pero, en términos generales, sólo había tres capitales en lo que a teatro moderno se refiere.

ACTUACION I-II – DPTO. ARTES DRAMATICAS - IUNA – CATEDRA MEDRANO

El teatro ruso, el americano y el alemán eran muy diferen­tes entre sí, pero tenían como característica común el ser mo­dernos, es decir, el introducir innovaciones artísticas. En cier­to sentido llegaban, incluso, a mostrar analogías en el aspecto estilístico; sin duda, porque la técnica es internacional (no só­lo en aquellos aspectos de la técnica directamente vinculados con la escena, sino también en los que ejercen influencia sobre el teatro, como por ejemplo, el cine) y porque se trataba de grandes ciudades progresistas ubicadas en grandes países industriales. En los últimos tiempos el teatro de Berlín parecía marchar a la cabeza de los viejos países capitalistas. En él se manifestaron con máxima fuerza y madurez los elementos co­munes del teatro moderno.

La última fase evolutiva del teatro de Berlín —que, como ya dijimos, sólo revelaba las tendencias del teatro moderno en su aspecto más depurado— fue el llamado teatro épico. Todo lo que dio en llamarse obra de actualidad, teatro de Piscator o teatro didáctico es teatro épico.

1 - El teatro épico

Fueron muchos los que juzgaron contradictoria la denomina­ción de "teatro épico", porque, siguiendo el ejemplo de Aris­tóteles, consideraban fundamentalmente distintas las dos for­mas que puede adoptar un relato: la forma épica y la forma dramática. La diferencia entre las dos formas no se reducía a que una fuese representada por seres vivientes y la otra se sirviera de libros (obras fundamentales de la épica, como las de Hornero o las de los trovadores medievales, fueron también manifestaciones teatrales, mientras que dramas como el Fausto de Goethe o el Manfredo de Byron alcanzaron su máximo efec­to en forma de libros). Al seguir a Aristóteles, se veía la di­ferencia entre la forma dramática y la forma épica en las ca­racterísticas estructurales, cuyas leyes eran enunciadas por dos diferentes ramas de la estética. Estas características estruc­turales estaban condicionadas por la forma en que las obras eran ofrecidas al público —unas veces por medio de la escena, otras por medio del libro—, pero, independientemente de ello, "lo dramático" existía en las obras épicas, y "lo épico" en las dramáticas. Lo novela burguesa del siglo pasado utilizó bas­tantes elementos dramáticos. Por "lo dramático" se entendía la marcada centralización de una anécdota, un alto grado de fusión de los diferentes elementos. Un cierto apasionamiento en la exposición, una cuidadosa elaboración del choque de fuerzas, tales eran las características de "lo dramático". El no­velista Dóblin expresó con notable claridad la diferencia en­tre ambos géneros al señalar que, a diferencia de lo que su­cedía con una obra dramática, la obra épica se podía cortar, como con tijeras, en partes capaces de seguir viviendo su pro­pia vida.

No es nuestra intención entrar aquí en el detalle de las ra­zones que atenuaron los contrastes —durante mucho tiempo considerados como insalvables— entre la épica y la dramática; bástenos indicar que las conquistas en el campo de la técnica permitieron al teatro incorporar sin dificultades elementos na­rrativos a sus representaciones. La posibilidad de utilizar pro­yecciones, la creciente capacidad de transformación del esce­nario por medio de la mecanización y el cine perfeccionaron el equipamiento de la escena en momentos en que ya no po­dían representarse con tanta simplicidad los principales pro­cesos humanos personificando las fuerzas vitales o subordinan­do los personajes a invisibles fuerzas metafísicas.

Para la comprensión de los sucesos se hizo necesario desta­car, en todo su significado, el medio en que habitaban los hom­bres... Por supuesto, algunas piezas de la dramaturgia ante­rior ya habían mostrado ese medio social, pero no como ele­mento autónomo, sino partiendo de la figura central del dra­ma. El medio surgía de la reacción del héroe a sus estímulos. Se lo veía como se ve una tormenta, cuando, a la distancia, las velas de un barco se inclinan sobre la superficie del agua. En el teatro épico, en cambio, ese medio habría de aparecer como factor autónomo.

El teatro comenzaba a relatar. El narrador ya no era un elemento ausente como la cuarta pared. El decorado de fondo tomaba ahora posición frente a los sucesos que acontecían en la escena, recordando, por medio de grandes cartelones, otros hechos desarrollados simultáneamente en otros lugares; contradiciendo o confirmando las declaraciones de algunos per­sonajes con documentos proyectados; aportando a discusiones abstractas cifras concretas, fácilmente captables; ilustrando, mediante cifras y citas, episodios plásticos de sentido poco claro. Los

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actores ya no se sometían a una metamorfosis com­pleta; conservaban cierta distancia respecto a los personajes representados por ellos y hasta exigían a las claras una actitud crítica. Ya no se le permitía al espectador abandonarse a re­acciones afectivas, sin ejercitar su espíritu crítico (y, práctica­mente, sin sacar conclusiones), merced a la identificación con el personaje. La representación sometió a los personajes y a los temas de esas obras a un proceso de distanciamiento. Era el distanciamiento necesario para comprender. En todo "so­brentendido" hay una lisa y llana renuncia a entender:

Lo "natural" debía destacarse como lo extraordinario. Sólo así podían ponerse de manifiesto las leyes de causa y efecto. El proceder del hombre debía ser así, y al mismo tiempo debía ser de otra manera.

Esas fueron transformaciones importantes.

El espectador del teatro dramático dice: "Es cierto; yo tam­bién sentí esto... Así soy yo... Eso es perfectamente natu­ral. .. Esto siempre será así. .. El sufrimiento de ese hombre me conmueve, porque no hay salida para él... Así es el gran arte: aquí todo está sobrentendido... Lloro con el que llora, río con el que ríe."

El espectador del teatro épico dice: "No había pensado en eso... No hay derecho a obrar así... Qué notable es esto, casi diría increíble. . . Hay que acabar con eso... El sufri­miento de ese hombre me conmueve, porque habría una salida para él... Así es el gran arte: nada se da por sobrentendido en él... Río del que llora, lloro por el que se ríe".

2 - El teatro didáctico

El teatro comenzó a ejercer una acción didáctica.

El petróleo, la inflación, la guerra, las luchas sociales, la familia, la religión, el trigo, los frigoríficos se convirtieron en te­mas teatrales. Los coros aclaraban al espectador circunstancias para él desconocidas. Las películas mostraban montajes de actualidades de todo el mundo. Las proyecciones aportaban material estadístico. Las actitudes de los hombres eran expues­tas a la crítica, haciendo pasar a primer plano las "situacio­nes de fondo". Se mostraban actitudes falsas y actitudes co­rrectas. Se mostraban hombres que sabían lo que hacían, y otros que no lo sabían. El teatro se convirtió en terreno propi­cio para los filósofos, para aquellos filósofos que trataban no sólo de explicar sino de transformar el mundo. En una pa­labra: se filosofaba, es decir, se enseñaba. ¿Y qué se hizo del entretenimiento? ¿Había que volver a la escuela primaria? ¿A ser tratados como analfabetos? ¿Había que aprobar exámenes y obtener certificados?

Según la opinión general, existe una enorme diferencia entre aprender y divertirse. El estudio puede ser útil, pero sólo la diversión es agradable. Por lo tanto debemos defender el tea­tro épico contra la sospecha de que se trata de algo que, en lu­gar de proporcionar placer, exige esfuerzos. En realidad, sólo podemos aducir que la oposición entre aprender y divertirse no es inamovible, no debe considerarse como algo que siem­pre haya existido y que siempre tenga que existir.

Indudablemente, aprender en la forma en que lo hemos he­cho en la escuela o en nuestra formación profesional es tarea ardua. Pero no olvidemos en qué circunstancias y con qué fines se realiza este aprendizaje. En realidad es una adquisi­ción. El saber no es más que una mercancía que se adquiere para ser revendida. Todo aquel que haya superado la edad es­colar debe proseguir su aprendizaje en el mayor secreto; por­que si alguien confiesa que aún le queda mucho por aprender no hará más que desacreditarse por lo poco que ha aprendido. Además el beneficio que rinde el estudio es limitado por fac­tores que se encuentran fuera del alcance de la voluntad del que estudia: está la desocupación, contra la cual ningún saber protege; existe la división del trabajo, que hace del conocimiento enciclopédico una empresa inútil y utópica.  El estudio es una tarea a la que en general se entregan aquellos que ya no pueden seguir avanzando por su propio esfuerzo.   No hay muchos conocimientos que procuren el poder, pero hay muchos conocimientos que se adquieren a través del poder.  El estudio desempeña un papel muy diferente según los diversos estra­tos de la población.  Hay estratos que no conciben un mejora­miento del estado de cosas

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existente; la situación les parece suficientemente buena para ellos.   Pase lo que pase con el petróleo, ellos sacan ventajas de la situación.  Y además ya se sienten un tanto maduros, no les quedan muchos años por delante.  

Entonces, ¿para qué aprender más?  Ellos ya han di­cho su última palabra; pero hay otras capas de la sociedad que todavía no "han llegado", que están disconformes con la situación, que tienen un enorme interés práctico en el estu­dio, que quieren ubicarse y orientarse a toda costa, que sa­ben que si no estudian están perdidas.   Esos son los mejores y más ávidos aprendices.   El deseo de estudiar depende, en­tonces, de muchos factores; pero puede ser placentero, ale­gre y combativo.

Si no existiera un aprendizaje placentero, el teatro —por su misma estructura— no estaría en condiciones de enseñar.

El teatro siempre es teatro; aun cuando sea teatro didác­tico, mientras sea buen teatro será recreativo.

3 - Teatro y ciencia

Pero ¿qué tiene que ver la ciencia con el teatro? Sabemos muy bien que la ciencia puede ser entretenida; pero no todo lo que es entretenido tiene cabida en el teatro. Con frecuencia me ha ocurrido que, al señalar los inestimables servicios que la ciencia moderna bien empleada es capaz de prestar al arte, en especial al teatro, se me replicara que el arte y la ciencia son dos ramas de la actividad humana muy estimables, pero completamente diferentes. Por supuesto, éste es un espantoso lugar común y lo mejor es asentir rápidamente como con la mayoría de los lugares comunes. El arte y la ciencia tienen un campo de acción diferente, de acuerdo. Sin embargo, debo confesar, por absurdo que pueda parecer, que yo, como artista, no puedo privarme del auxilio de algunas ciencias. Sé que esta confesión puede despertar serias dudas respecto de mis dotes artísticas. Son muchos lo que acostumbran ver a los poe­tas como seres bastante singulares, un tanto sobrenaturales, capaces de descubrir con infalibilidad divina cosas que seres normales sólo logran captar al cabo de enormes fatigas y lar­gos esfuerzos. Por supuesto, es ingrato tener que confesar que no se está entre esos seres tocados por la gracia. Pero no queda otro remedio que confesarlo. Tampoco puede permitirse que se identifiquen esas preocupaciones científicas con un pasatiempo para las horas del ocio. Se sabe, por cierto, que Goethe se interesaba por las ciencias naturales y que Schiller se dedicaba a la historia; pero se supone indulgentemente que eso no fue para ellos más que una suerte de hobby. No seré yo quien los acuse de haber necesitado de estas ciencias para su labor crea­tiva, y muy lejos estoy de querer sacar partido de su ejemplo; pero debo señalar que yo necesito de las ciencias y hasta con­fieso que miro con desconfianza a quienes prescinden de la ciencia y cantan como los pájaros (o como uno se imagina que cantan los pájaros). Con esto no quiero decir que vaya a rechazar un hermoso poema sobre el sabor de una trucha o el placer de la navegación, sólo porque su autor nada sabe de gastronomía o de náutica; pero creo que los procesos que se están desarrollando en el mundo de los hombres sólo pue­den captarse en toda su complejidad apelando a cualquier me­dio que nos permita analizarlos. Supongamos que el teatro tiene que representar grandes pasiones o acontecimientos que pesan sobre el destino de los pueblos. El afán de poder, por ejemplo, se considera hoy como una gran pasión. Suponga­mos que un autor "siente" ese impulso, y quiere poner en es­cena a un hombre que aspire al poder. ¿Cómo conocerá el complicado mecanismo dentro del cual se cumple hoy la lu­cha por el poder? Si su héroe es un político, ¿cómo funciona la política? Si es hombre de negocios, ¿cómo funcionan los negocios? Y puesto que hay también autores que sienten un in­terés mucho más apasionado por los negocios y la política en sí que por el instinto de poder de los individuos, ¿cómo harán para procurarse los conocimientos que necesitan?   No lo con­seguirán con sólo moverse un poco y mantenerse alertas (aun­que eso solo ya rendiría bastante más frutos que un éxtasis divino).   La fundación de un diario como el Volldscher Beobachter,1 o de una empresa como la Standard Oil, son asun­tos bastante complicados que nadie le explica a uno así co­mo así.

Uno de los terrenos más importantes para el dramaturgo es la psicología.   Se supone que —aunque el hombre común no pueda hacerlo— el escritor debe estar en condiciones de des­cubrir, sin poseer bases científicas, los móviles que llevan a un hombre a cometer un asesinato.   Se supone que "por las suyas" es capaz de pintar el estado

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anímico de un asesino.   Se supone que, en un caso de este tipo, basta mirar "dentro de sí mismo" (¡además, está la imaginación...!).  Por una serie de motivos, no me puedo entregar a la deliciosa ilusión de que he de salir del paso tan cómodamente.   Ya no puedo hallar dentro de mí todos los móviles que se dan en el hombre, de acuerdo con lo que se lee en los diarios, o en los informes científicos.   Como el juez ordinario que debe dictar una sen­tencia, tampoco yo puedo configurarme una imagen bastante precisa de la situación anímica de un asesino.   La psicología moderna, desde el psicoanálisis hasta el behaviorismo, me pro­porciona conocimientos que me ayudan a formarme un juicio totalmente diferente del caso, especialmente si tengo en cuenta los resultados a los que ha llegado la sociología, y para qué hablar de la economía y la historia.   Me dirán: "Esto se está poniendo  complicado".   Tendré   que  contestar:   "Es  compli­cado".  Quizá el lector se deje convencer y admita que muchas obras literarias son lastimosamente burdas.   Con todo, no de­jará de preguntarse con profunda preocupación: ¿pero una ve­lada teatral de esa naturaleza no se convertirá en algo ago­biante?   Mi respuesta es: no. Vasto o limitado, el saber que contienen las obras literarias tendrá que ser asimilado y trans­formado en literatura. El aprovechamiento de las ciencias con­tribuye, precisamente, a acrecentar el placer deparado por la obra literaria.  Por otra parte, aun cuando la literatura no de­pare el mismo tipo de placer que depara la ciencia, es mani­festación de cierta tendencia a ahondar en las cosas, de un deseo de lograr un mundo gobernable, indispensable para el goce de las obras literarias en una época de grandes inventos y descubrimientos.

1 El Observador Popular, diario oficia] del partido nazi. (N. del T.)

¿El teatro épico es una "institución moral?

Según Federico Schiller, el teatro debe ser una institución mo­ral.  Cuando Schiller formuló esta exigencia no se le pasó por la cabeza que su prédica moral desde el escenario podría es­pantar al público del teatro.   En aquella época el público na­da tenía en contra de las prédicas moralizadoras.  Fue mucho después cuando Federico Nietzsche habló de Schiller en tér­minos despectivos, llamándolo el predicador de Sáckingen. Pa­ra Nietzsche, ocuparse de la moral era sencillamente deplora­ble; a Schiller le era grato.  Para Schiller no había nada más noble y regocijante que difundir ideales.  Era la época en que la burguesía comenzaba a elaborar las ideas de nación.   Ins­talar su casa, ponerse un sombrero nuevo, presentar las cuen­tas al cobro, son todas cosas muy gratas.  Tener que hablar de la decadencia de su casa, vender su viejo sombrero, pagar las facturas, son hechos realmente deplorables, y así veía el .asun­to Federico Nietzsche un siglo más tarde.   Era desagradable hablar de moral y, por consiguiente, también era desagrada­ble hablar del primer Federico.

El teatro épico también tuvo que enfrentar los ataques de muchos enemigos que lo consideraban demasiado moralizador. Sin embargo, en el teatro épico el aspecto moralizador pasaba a segundo plano. Su objetivo no era tanto la moral como el estudio. Claro que del estudio surgía un resultado: la mora­leja de la fábula. No pretendemos afirmar, por supuesto, que nos hemos lanzado al estudio por el simple placer de estudiar, sin otro móvil más tangible, y que luego los resultados de nuestros estudios nos dejaron estupefactos. Sin duda existían algunas desarmonías dolorosas en el mundo, situaciones difí­ciles de soportar y no sólo por razones morales. El hambre, el frío y la opresión no sólo son difíciles de soportar por ra­zones de índole moral. Por otra parte, el fin de nuestras in­vestigaciones tampoco era provocar simples escrúpulos morales frente a determinadas situaciones (aunque no resultaría difícil provocarlos... por supuesto, no en todos los espectadores; por ejemplo, es difícil provocarlos en quienes se benefician con tales situaciones); lo que nosotros buscábamos era hallar los medios de eliminar esas situaciones difíciles de soportar a que hemos aludido. Porque no hablábamos en nombre de la moral, sino en nombre de las víctimas. Adviértase que son dos cosas muy distintas, pues a menudo se emplean argumentos morales para convencer a las víctimas de que se resignen a su situación. Para estos moralistas, los hombres existen en fun­ción de la moral, no la moral en función de los hombres.

De todos modos, a través de lo que acabamos de decir se podrá deducir hasta qué punto y en qué sentido el teatro épico es una institución moral.

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¿Se puede hacer teatro épico en cualquier sitio?

Desde el punto de vista estilístico, el teatro épico no ofrece nada particularmente nuevo. Su carácter expositivo y su acen­tuación de lo artístico lo emparientan con el antiquísimo teatro asiático. En cuanto a sus tendencias 'didácticas, ya existían en los misterios medievales, en el teatro clásico español y en el teatro jesuítico. Estas formas teatrales respondían a ciertas preocupaciones de la época y desaparecieron con ella. Tam­bién el teatro épico moderno está ligado a preocupaciones muy precisas. No se puede, por lo tanto, hacer teatro épico en cualquier sitio. La mayoría de las grandes naciones no se in­clinan a ventilar sus problemas en el teatro. Londres, París, Tokio y Roma mantienen sus teatros con fines muy diferentes. En pocos sitios, y no por, mucho tiempo, se han dado hasta ahora las circunstancias favorables para un teatro épico di­dáctico. El nazismo detuvo bruscamente su evolución en Ber­lín. Este tipo de teatro presupone, además de un cierto nivel técnico, un poderoso movimiento social, interesado en la libre discusión de problemas vitales y capaces de defender ese inte­rés contra todas las tendencias adversas.

El teatro épico es el intento de mayor alcance y profundidad para llegar al gran teatro moderno y tendrá que vencer las gi­gantescas dificultades que debe superar toda fuerza viva en el campo de la política, la filosofía, la ciencia y el arte.

-Aproximadamente 1936.-

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publicado por horaciomedrano a las 15:22 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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